La casa inundada, Felisberto Hernández - “Mi segunda parte”
Unos tres años después de los hechos relatados anteriormente, Alcides se puso en contacto conmigo pidiendo que nos viéramos en algún lugar tranquilo pues tenía que contarme noticias importantes con respecto a la señora Margarita. Una vez cómodamente sentados en una mesa cerca de un ventanal de la cafetería y tras las peticiones al empleado, Alcides, con gesto grave, empezó a informarme de lo acontecido:
Margarita
no volvió a pedirle que llevase a nadie más a la casa. Deambulaba
sola en la “avenida de agua”, remando ella misma, y cada día que
pasaba parecía más ensimismada. Al cabo de unos meses compró un
traje de neopreno y un kit de gafas, tubo de respiración y aletas e
inició sus paseos submarinos por la casa inundada. Al principio
María se preocupaba y la vigilaba de lejos pero era una labor inútil
porque, aunque la profundidad no llegaba al metro, era suficiente
para dejar de verla y si se acercaba, la señora se enfadaba. Toda la
primavera y verano últimos los pasó así, mirando el agua desde la
altura de su cama o desde la profundidad en el resto de la
inundación. Nunca dijo nada sobre lo que veía y nadie, ni siquiera
Alcides, pudo escucharle ningún comentario sobre su actividad
acuática, sobre o por debajo de la superficie. Al final del verano,
tras un día particularmente caluroso, María no pudo encontrarla por
ningún sitio. A su alerta, todos la buscaron.
Margarita
era muy consciente de sí misma, de su mente y sus revueltas para
llegar a sus conclusiones. Sabía de sus obsesiones, de su fijación
con el agua y sus luces, sombras y reflejos, sabía todo de sí misma
pero también sabía que nada cambiaría pues desde que José,
aquella mañana, se alejó de ella a recoger unas flores, edelweiss,
que había al borde de un barranco para hacerle un precioso ramo,
toda su vida dio un vuelco trágico. La caída, la búsqueda
infructuosa, la zozobra del ánimo que te reconcome y siembra la
duda: ¿vivo o muerto? ¿dónde? ¿por qué fue? Y el tiempo que
transcurre sin noticias hasta que se desiste de encontrarle dado lo
abrupto y escarpado del terreno, la soledad en la que se ha
transformado la vida, de la que desaparecen los que lo buscaban,
luego los amigos más cercanos y los conocidos, los lugareños que te
miran con lástima, los empleados del hotel que se apartan a tu
mirada… Soledad… Margarita era muy consciente de todo eso pero
encontró una salvación en los reflejos del agua de la fuente del
patio del hotel. Las luces y sombras del agua que nos hipnotizan, que
nos sumergen en el ensueño eterno en el que todo es posible. Tiempo,
realidad y sueños oníricos se confunden y entremezclan llevándonos
al límite de la cordura. Durante mucho tiempo, en la casa inundada,
buscó el desahogo en los “confesores”, esas personas que con
intercesión de Alcides, se prestaban a hacerse mudos testigos de su
historia, de su desahogo… Como una confesión a un cura, pero sin
hablar de culpa ni esperar perdón. Margarita les utilizaba para
desahogarse, para poner en palabras lo que pasó aquel aciago día en
las montañas de Suiza. La culpa que pudiera sentir y los
sentimientos más profundos que pudieran provocarle los reflejos
acuáticos no los contaba, eran de su propiedad y tampoco hubiera
tenido palabras suficientes para expresarlos.
Algo
cambió tras la visita del último de sus “confesores” pues
Margarita quiso explorar las luces y colores desde dentro del agua.
Quiso saber si le decían lo mismo, si en lugar de permanecer seca y
quieta, se introducía ella misma en el agua, transformando así la
perspectiva. Necesitaba avanzar, cambiar para continuar descifrando
los mensajes que el agua le hacía llegar. Nunca dijo nada sobre lo
que vio y sintió bajo el agua y no lo podremos ni siquiera adivinar,
pero aquel día caluroso de finales del verano, pasaría a ser uno
que nunca olvidarían los que estaban en la villa
La
encontraron al lado de la isla, en el fondo. Se había atado una
cadena alrededor del cuello y la había sujetado a una argolla del
fondo con un candado. La llave del candado y el tubo de respiración
aparecieron varios metros más allá. Ella misma debió arrojarlos
lejos de sí para que nada cambiase su decisión.
Un
pesado silencio se instaló en la mesa del café, entre nosotros;
alrededor había un confuso murmullo de conversaciones y ruidos
diversos pero sentía que el aire se espesaba alrededor mío, al
punto que apenas podía ver a Alcides.
-
Hay algo más – dijo. Y desde la distancia le escuché contar el
testamento, la herencia, mi nombre en los papeles y finalmente un
sobre con un cheque nominativo a mi favor con lo que Margarita
decidió que quería que yo percibiese. Tras unos minutos eternos, vi
a Alcides levantarse e irse dejando en la mesa el sobre.
No
sé si fueron minutos u horas pero durante mucho tiempo estuve viendo
a José, en el agua, diciéndole a Margarita:
-
Ven, mi amor.
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