Agonizo mientras vivo

 No he tenido más remedio que venir a tí, querido diario, para contarte la última de “ese” autor, presunto autor digo yo, que me ha encargado le escriba un texto para publicar en un blog de un club de lectura. Quiere quedar bien según me dice, porque los miembros del club son, casi todas, mujeres y a ver si las apabulla con su genialidad literaria. ¡Je!, si ellas supieran que tiene un “negro” que le escribe sus textos. Podría decirle que si no me sube la paga un pajarito se chivaría a ese club… Tengo que pensarlo.
Me ha contado la reunión que han tenido hoy y me ha dado varias “claves”, dice, sobre las que debe girar el texto genial que “escribirá”.
Como el tema de fondo es comentar el libro “Mientras agonizo”, de W.Faulkner, dice que el texto debe jugar con el propio título, con “palabras” y… ahora que lo pienso, ¿me ha dicho algo más?. A ver qué se me ocurre, lo haré aquí mismo y luego se lo paso.



El libro bien podría titularse “Agonizo mientras vivo”, porque de eso va el libro. Somos, como todo lo viviente y no viviente, perecederos. Nacemos para morir, previa reproducción para perpetuar la especie. El universo muere, pero mientras… pasan cosas. Vivimos, eso creemos, pero agonizamos.

Según el padre de Addie, el sentido de la vida es aprender o prepararse para morir durante mucho tiempo. Es decir; muerto en vida, vulgo zombi. ¿Eso es lo que somos?

Mediatizados, educados en las estructuras sociales sustentadas con palabras que son como contratos, ¿nunca somos libres?. El miedo ancestral del animal que nos precedió nos llevó a echarnos de bruces en el infierno religioso del que no podemos escapar.

Cárceles construidas con palabras que, como ladrillos, no ofrecen resquicio alguno para la espiritualidad interior de cada persona que no tiene como expresarse ni medirse.

Dolor sin fin mientras agonizo, siendo además, blanco y mísero en los algodonales del sur de Estados Unidos. Un viaje, en el que todo se pone a prueba, para dar sepultura a una madre que decide dejarse morir porque ha cubierto su cupo de sufrimiento y tras descubrir, por el razonamiento íntimo, que las palabras no dicen lo que intentan decir y que no hay forma de decirle a nadie lo que siente.

Un padre y unos hijos, cada uno con su problema, incomunicados, incapaces de ningún tipo de demostración de afecto; a cuestas con el orgullo como único salvavidas al que agarrarse para sobrevivir en las dificultades.

(El presunto “autor” me dice que escriba más de las palabras)

De las palabras, esos ladrillos que sustentan toda estructura social, se puede escribir mucho pero dejadme que termine con un pequeño poema, o algo que dice serlo, que escribió un querido amigo mientras bebíamos la penúltima viendo hundirse en el océano el globo rojizo del astro rey, (¿O era mientras veíamos a Lucky Luck cabalgar hacia el horizonte cuando la noche se hacía dueña del pasaje reseco del desierto de Mojave?):

Palabras como ladrillos,
candados punto y coma,
ladrillos como palabras,
y como puños, y como lágrimas,
palabras no hay para hablar
de tí y de mí.
No quedan palabras,
solo de gestos soy capaz,
el beso al viento
que ni siquiera ves;
el roce de un dedo en tu brazo
que te pueda estremecer.
Agua que disuelva el ladrillo,
milagro imposible
de nuestro acontecer.
 
 
José Luis.

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