Los Santos Inocentes, de Miguel Delibes
Al sur de Badajoz se muestra un mundo de jerarquías, injusticias y humillaciones. Los terratenientes delimitan muy bien la línea que los separa de los campesinos y criados, a base de explotarlos, denigrarlos y tratarlos como a perros (literalmente en el caso de Paco).
Viven
aislados y a merced de sus señores, perdiendo toda individualidad,
despojándoles de un futuro mejor, de una educación y de cualquier
posibilidad de prosperar.
La
obediencia es ciega, la aceptan como modo de vida. Hasta resuena en mí
el mantra de “ver, oír y callar”, que llegó incluso hasta mi infancia,
heredado en esa misma tierra que nos describe el libro.
Pero
en un mundo donde todos humillan la cerviz, Azarías destaca entre los
demás, pues conserva la inocencia, la libertad de disfrutar de las
pequeñas cosas de la vida. Conserva también su sonrisa pura y limpia, y
el cariño por las criaturas a las que cuida. Para mí, es el personaje
menos tonto, pues deliberadamente decide poner punto y final a los
reiterados abusos. En un instante, deja de llorar, se torna serio y
calculador, escoge una soga más grande de las habituales y es libre para
hacer lo que nadie se atrevió a hacer. Eso me recuerda mucho a un
personaje de la magnífica serie Fargo, Lorne Malvo, un sicario que le
dice a su nuevo amigo: “Tu problema es que te has pasado toda tu vida
pensando que hay reglas. No las hay. Éramos animales y lo seguimos
siendo, eso sigue en nuestros genes. Todo lo que teníamos es lo que
podíamos coger y defender”. Y algo así hizo Azarías, cogió la soga y se
defendió de lo que para él era una injusticia tras otra.
Y
yo sigo como Malvo, pensando que nada cambia en nuestra especie, aunque
los burócratas de los estados quieran acotarnos a través de leyes,
nuestra naturaleza primigenia subyace. Yo mismo he visto esas
jerarquías, abusos de poder, costumbres y hasta analfabetismo, repetirse
incluso en nuestros días. Barracones en el campo donde los inmigrantes
malviven en condiciones insalubres e inhumanas, más de 150 analfabetos a
los que enseñé a leer durante mi estancia en Cartagena como militar de
reemplazo y, no menos vergonzoso, los gritos y vítores de algunos
andaluces que proclaman al unísono un “Viva la duquesa” al paso de la
duquesa de Alba por una calle de Sevilla. Parecidos razonables…
Juanjo.
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