Tras "Gringo viejo", de Carlos Fuentes

Si la señorita Harriet Winslow hubiese llegado a dar clase a los vástagos de la familia Miranda quizá hubiese empezado la clase diciendo: “A ver chicos, no se me despisten y agarren papel y lápiz no más... “ Pero no hubo tal y me quedaré sin saberlo; en cambio tuvo un curso acelerado de los porqués de ir a Méjico a morir.

Un gringo en Méjico, eso es eutanasia”. Una frase que inspira un relato para rendir homenaje a un escritor. Y la muerte siempre, desde el ahorcado en el puente del río Búho hasta el fusilamiento del general Arroyo, igualándonos a todos.

Desde que Cortés arrasó a sangre y fuego el imperio azteca, Méjico es un country en donde se instaló la Muerte. Millones de muertos jalonan sus tierras, incluso, y sobre todo, sus mujeres, como si alguien quisiera matarlas para que no tengan hijos y obligar a la Muerte a cambiar de residencia.

La muerte y las palabras que se buscan a sí mismas, se repiten, se atrapan buscando explicarse pero sin conseguirlo y tienen que volver a empezar para intentar explicarse otra vez. Porque las palabras definen los sentimientos pero no los describen. Venganza, pero también orgullo y dignidad. No tener derecho al orgullo pero sí a la dignidad como detonante suficiente para una revolución que arrase con todas las injusticias y los pisoteados sean los que pisoteen hasta cerrar el círculo y la revolución coma, devore, mastique, trague y escupa a sus hijos.

Y el sexo como vehículo de placer y de vida, sexo que nos iguala para dignificarnos o envilecernos o ambas cosas a la vez.

Muerte, vida, sexo, magia, cualquier cosa puede pasar es el imán que cada año lleva a millones de yanquis a cruzar su frontera sur para “vivir emociones fuertes” lejos de sus rígidos corsés protestantes. Y un buen lugar al que ir a morir si no quieres morir en tu cama.

Ahora, hoy, cien años después de Pacho Villa, en una madrugada en la que no importa la opinión de ningún escritor porque solo cuenta lo que sientes tras lo leído, terminar el texto y publicarlo para que ya no sea tuyo sino que cada quien que lo lea lo haga suyo, lo sienta, lo interprete, lo digiera y lo destruya para que ya te deje dormir lo que quede de noche y, así, las palabras se encadenan unas a otras intentando explicarse y transmitir ese olor a sexo que Harriet intenta no sentir en sus piernas apretadas mientras tú, asomado a la ventana, la frente sintiendo el frío nocturno al otro lado del vidrio, recuerdas tus dedos acariciando tu nuca y bajando por la suavidad de tu espalda que se arquea de placer, esa yemas que solo sienten tu humedad que, tras recorrer el año y la vagina, inician la subida por tu vientre estremecido para, deteniéndose brevemente en los pezones, terminan en tus labios para que saborees tus aromas…

Y cuando ya solo nos queda la revolución del clima por perder, sentir que tu piel y tus labios sean la única revolución posible en la que desaparecer…

José Luis.


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