El olivo de Paconius. Relato de Juanjo inspirado en "El clamor de los bosques"
El día es hermoso y el cielo, sobre la villa de Aricia, es del color de las ilusiones de los ciudadanos romanos. Un olivo centenario enarbola profecías ancestrales que predicen qué hombres prosperarán y qué hombres no.
Paconius
disfruta de la mañana junto a su esposa y a sus amigos patricios. Al
grupo se acerca presuroso un comisionado que viene de la capital. Les
aborda y les anuncia que el juicio de Paconius Agrippinus está en el
Senado y que en cuanto hayan deliberado le traerán la sentencia. El
grupo enmudece.
Paconius
se aproxima a su olivo. El sol atraviesa el follaje del viejo árbol,
tiñe el aire del color de las aceitunas y le acaricia la frente.
—Bien—responde
él. —Espero tener suerte, pero dentro de poco llegará la quinta hora.
Todavía es tiempo de disfrutar con mis amigos, hacer mis ejercicios y
tomar un baño frío.
El
representante del Senado se queda desconcertado. El resto sonríe
tímidamente. Pero él, con un aplomo digno de leyenda, se va a hacer sus
ejercicios diarios y luego a pasear hacia los baños, en cuya pared hay
una parra, que en su día se enroscó y serpenteó hacia el techo, y que
ahora parece mirarle desde lo alto. Una joven toca con su lira una
alegre melodía, ajena al juicio que está teniendo lugar no muy lejos de
allí.
La
mano de Paconius acaricia la superficie del agua como el hocico de un
cervatillo. Se refresca en los baños, con calma, como si todo el tiempo
del mundo fuera suyo, no dejando que nada le enrede en preocupaciones
inútiles.
Al atardecer el cielo pasa del color ilusión al color de una naranja amarga.
Regresa
junto a los demás. El representante del Senado no tarda en llegar y se
aproxima hasta situarse frente a Paconius, que se encuentra de pie junto
a sus amistades, como si ya le estuviera esperando.
—Has sido condenado—sentencia.
—¿Exilio o muerte?
—Exilio.
Dentro de diez días debe abandonar la ciudad—las palabras brotan del
representante y su significado se estrella contra todos los presentes,
cuya voluntad se desvanece con la fuerza irresistible del imperio.
Excepto la voluntad de Paconius, inmutable, que en lugar de disiparse se
vuelve más firme. Da unos cuantos pasos y se sitúa junto a su olivo. Su
esposa grita al comisionado, mirándole con los ojos ardiendo, pero al
instante se queda muda. Contempla pasmada la figura quieta de su marido.
Como
en un sortilegio, el tiempo se detiene por completo. Paconius, de
aspecto regio con la toga encima de su túnica laticlavia, permanece de
pie, inmóvil, como una efigie tallada en mármol. Nada se mueve. El olivo
exhibe su tronco, de corteza agrietada color ceniza, que sujeta las
ramas retorcidas como un Atlante. Paconius parece estar en un trance
meditativo, en medio de la magia que paró el tiempo y que ahora parece
hablarle, dejando que solo la naturaleza se mueva ante él. Siente que el
viejo olivo se eleva trenzando sus ramas por el aire como en una
espiral hacia el cielo. Siente que las raíces del árbol se sumergen más
adentro, casi tocando la tierra del principio de los tiempos, para
convocar a una diosa de la sabiduría antigua, cuya existencia jamás
imaginó. La diosa Minerva se materializa grácilmente, surgiendo de las
ramas, y le susurra en el oído palabras que nacen como un himno para
él: Iam iam cedant tristia. Sol serenat omnia [1]. La
diosa sonríe y sopla suavemente, meciendo las hojas del olivo. Luego
vuelve a su guarida bajo las raíces profundas. Varias hormigas se
separan de su batallón, bordean los pies de Paconius, empiezan a pulular
por su zapato calceus de cuero y le suben por la pierna, haciéndole
cosquillas y despertándole de su ensoñación.
El tiempo vuelve a correr. Mira al comisionado y a los presentes. Les sonríe y pregunta:
—¿Y mis propiedades, aquí en Aricia?
—No
han sido confiscadas—le contesta. Las palabras desafiantes que antes le
anunciaron el destierro, se evaporan y dejan tras de sí paz y una
derrota serena.
—¡Bien,
entonces vayamos a mi casa y cenemos!—les dice a todos, celebrando que
está vivo y que aún le quedan diez días para disfrutar de la compañía de
todos.
Los
diez días pasan más rápido de lo que tarda la diosa Minerva en invocar a
los vientos. Días que transcurren entre charlas jubilosas, vino,
banquetes, ejercicios y baños públicos.
El
viento se levanta, la villa entera de Aricia se dobla quejumbrosa
cuando irrumpen los soldados a cumplir las órdenes del Senado. Sin
embargo, para Paconius es solo otro sortilegio en forma de brisa, que
eleva y se lleva por los aires las partículas de su cuerpo desterrado,
pero su alma sigue allí sin moverse, junto al olivo centenario, junto a
su esposa y a sus leales amigos.
Su
sabiduría se marchó tras él. Pero hoy, casi dos mil años después,
cuando pasé por el parque de la calle Granada, me acerqué a los olivos y
me pareció escuchar en el murmullo de sus hojas las palabras que nos
dejó Paconius: “Sé único, y desarrolla tus dones. Le pese a quien le pese. Cueste lo que cueste”.
[1] Del latín: “Dejemos que la tristeza se vaya. El sol lo ilumina todo”.
Comentarios
Publicar un comentario