Aldonza y Sancha - José Luis

Las poderosas motos tragaban kilómetros de autopista sin aparente esfuerzo, el rugir de sus motores llenaba el fondo de la conversación que mantenían las dos mujeres, a través de los auriculares, mientras mantenían fija la mirada en la cinta de asfalto.

- No debimos haber huido, Aldonza, el picoleto tenía razón y, además, es su trabajo, tenía que detenerte y llevarte ante el juez que es el que dicta sentencia sobre los hechos.

- Come on Sancha! El tipo estaba dando una paliza a la pobre chica, solo por el placer de pegarla, estaba claro que había que intervenir y desfacer el entuerto.

- Pero si no digo que no, solo digo que el tajo que le metiste con la katana fue demasié, se derrumbó como árbol cortado y la sangre lo llenó todo.

- Y encima la chorba le defendía, pobrecito, pobrecito y venga a llorar. ¿Será posible? La salvo de un bestia y soy yo la culpable.

- Y ahora, ¿qué? Sigo pensando que deberíamos entregarnos.

- No me voy a entregar para que la justicia machista se digne juzgarme y declararme culpable, no les voy a dar el gusto, tengo mis ideales. Nos vamos lejos, incluso a otro país, no importa. Dale caña.

- Hitler y muchos otros también tenían sus ideales, Tener ideales no es tener razón Aldonza.

- Pues buena defensora de pleitos pobres me has salido Sancha, menos mal que te quiero y estás muy buena, y te lo perdono todo.

- Paremos un rato en un parking, nos quitamos de la vista y pensamos con calma lo que podemos hacer.

En el área de descanso en el que pararon las dos motos no había nadie salvo, al fondo, una auto caravana con un toldillo, una mesa y dos sillas en las que una pareja comía algo.

Cuando bajaron de las motos, tras apagar el motor, solo el zumbido del cercano tráfico recordaba dónde estaban; por lo demás, parecía un paraje idílico, árboles, arbustos, una fuente cerca y al fondo todo un paisaje de verdees praderas. La pareja hicieron señas a las motoristas para que se acercaran ofreciéndoles si querían beber o compartir su comida.

- Gracias, solo hemos parado un momento para estirar las piernas, tenemos alguna prisa.

- Si son las dos que han dicho por la radio, entiendo la prisa, deben haber puesto ya controles más adelante.

Aldonza echó mano inmediatamente a la katana la cual relampagueó al salir de la funda.

- Tranquila, por favor; aquí están a salvo de momento. Pueden poner las motos tras la caravana para que no se vean desde la carretera.

- Aldonza, tenemos que irnos ya, si han dado aviso por radio no nos queda mucho tiempo.

- En mi opinión, intervino el hombre mientras la mujer permanecía callada, creo que deberían salir de la cosmopista desde este punto, no vuelvan a ella y tiren campo a través hasta coger la secundaria e intentar perderles entre los pueblos. No somos muy amigos de la autoridad y, por lo que han dicho, el tipo se merecía un escarmiento.

Añadió, guiñando un ojo.

Unas diez horas más tarde, las motos permanecían con el motor en marcha, en mitad de la carretera, en medio la nada, un día espléndido acompañaba como telón de fondo la conversación de las dos mujeres.

- Estamos atrapadas Aldonza, en ambos extremos hay controles, no vamos a poder escapar.

- A mí no me pillan viva, eso lo tengo claro. Tú quédate aquí y entrégate, al fin y al cabo yo soy la que empuñó la katana contra aquel tipo.

- A mí no me dejas tirada, eso ni lo sueñes. Voy contigo donde sea, y juntas.

Saltó de la moto para sentarse tras Aldonza y abrazarla fuertemente desde atrás.

- Hazlo Aldonza. Como aquellas titis en aquella peli del siglo pasado. Al menos moriré deseándote.

Mientras lo decía, introdujo ambas manos por debajo de la cazadora para apretar los senos de Aldonza, a la que se le escapó una carcajada de sorpresa.

Llegaban los coches patrulla con las luces y sirenas a todo trapo mientras la moto a la máxima potencia se lanzaba a toda velocidad al vacío tras rebasar el pretil. Ambas mujeres, brazos abiertos, el eco devolviendo el grito eterno de triunfo sin fin. Al fondo parecía que la cinta acuática del río Colorado les daba la bienvenida mientras, arriba, los coches policiales frenaban bruscamente salpicando a todas partes su frustración.

José Luis Rais.

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